Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Celos
2014-02-09 | 10:02:13
Don Recelio Zelante era el marido más celoso del planeta. Comparado con él Otelo era un bonachón, un cándido, un ingenuo, un paparulo, un crédulo, un bobalicón. Y es que el señor Zelante, que pasaba ya de los 70, había contraído matrimonio con una mujer en flor de edad que todavía no llegaba al -ta, o sea a los 30.
Jamás oyó quizá el añoso marido aquel sabio refrán admonitorio que a la letra dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. Así, andaba siempre inquieto y desasosegado. En todo hombre veía a un posible seductor de su mujer, y de continuo le preguntaba a ésta con tono de fiero inquisidor: “¿A quién estás mirando, eh? ¿A quién estás mirando?”, aunque la joven esposa estuviera dormida.
Terrible sentimiento son los celos. Quien los padece, hombre o mujer, ni vive ni deja vivir. Recuerdo a aquella esposa que celaba a su marido. Buscaba en las solapas de su saco para ver si traía en ellas algún cabello de mujer. Como no encontraba ni uno le decía rompiendo en llanto desgarrado: “¡Canalla! ¡Me estás engañando con una mujer calva!”.
Shakespeare, colega a quien admiro mucho, llamó a los celos “el monstruo de los ojos verdes”. Ser celoso es amar a alguien como si lo odiaras. Un hombre puede no haber mirado a su mujer en años, pero se enfurecerá si otro la mira. Tan celoso era don Recelio que había hecho del tango Celos su himno personal.
Esta famosa pieza es de la inspiración del maestro Jacob Gade, compositor dinamarqués que la estrenó en 1925, y que pudo vivir el resto de su vida –murió en 1963, a los 84 años de edad- con las regalías que le ganó su conocida obra. Sorprende que haya sido un músico danés quien compuso este tango tan lleno de pasión y de un espíritu tan argentino.
Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. A pesar de que el tango Celos era su melodía favorita don Recelio jamás podía oírlo, pues cuando le pedía a algún pianista o violinista: “Maestro, toque Celos” el artista, en vez de proceder a la interpretación, se llevaba la mano a la entrepierna, vaya usted a saber por qué, y el pobre señor Zelante se quedaba sin escuchar su pieza predilecta.
Los artistas, y en especial los músicos, tienen caprichos que los simples mortales no entendemos. Don Recelio era viajante de comercio –vendía agujetas para zapatos-, trabajo que lo obligaba a ausentarse con frecuencia. Era entonces cuando los celos lo atormentaban más. Al salir de su casa para emprender un viaje le parecía que aún no se había enfriado el calor de su cuerpo en el lecho conyugal cuando ya el amante de su mujer había ocupado su sitio.
Con febricitante imaginación elaboraba toda suerte de visiones en las cuales la joven esposa se refocilaba con su torpe amador en toda suerte de eróticos excesos que no son para ser aquí descritos, por su extremada libídine y encendida voluptuosidad. Baste decir que ni el Aretino, ni Casanova, ni el director de cine Pasolini –el que hizo “Salo”- fueron capaces de urdir tan lúbricas lucubraciones.
Cada día el desdichado llamaba por teléfono a su esposa para preguntarle, ardiendo en celos y sospechas: “¿Dónde estás?”. Le respondía siempre la señora: “¿Dónde voy a estar? En la cocina”. “¿Ah sí? –recelaba el marido, suspicaz-. A ver: echa a andar la licuadora para oírla”. Hacía funcionar la esposa el aparato, y con eso el marido sosegaba su inquietud.
Al día siguiente lo mismo. Llamaba otra vez el hombre a su mujer: “¿Dónde estás?”. “En la cocina, como siempre”. “Echa a andar la licuadora, a ver si es cierto”. En el teléfono se oía el ruido del artefacto, y don Recelio quedaba ya tranquilo. Cierto día el señor Zelante regresó de un viaje. Cuando llegó a su casa se encontró con que su joven mujer no estaba en ella.
Poseído por la ansiedad y la zozobra le preguntó a su hijo: “¿Dónde está tu mamá?”. “Salió –le contestó el chamaco-, igual que todos los días”. “¿Todos los días sale? –se azaró el esposo-. ¿A dónde va?”. “No sé –respondió el hijo-. Lo único que te puedo decir es que siempre se lleva la licuadora”…
(Nota del autor. ¡Qué barbaridad! ¡En el Motel Kamagua la afanadora creía oír el ruido de un vibrador o algún otro juguete erótico de la misma especie, y era la Osterizer!... FIN.

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