Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Herencia de siglos
2015-02-04 | 09:43:45
La palabra “brinco” es una de tantas que en
el argot del vulgo sirven para designar al
acto de la cópula, acto también llamado (en
orden alfabético) agarrón, canco, chingamusa,
desgastar el petate, echar pata, follar,
guachar, hacer foqui foqui, ir a desvencijar
la cama, joder, levantar polvo, llover en la
milpita ajena, machucar, náilon (planchar
las), ¡ñácatelas!, ojalear, pisar, quintear,
reatar, sacarle punta al lápiz, trincar, usar
lo que se debe, vaciar, yogar y zoquetear.
Lo digo porque doña Panoplia de Altopedo,
dama de la mejor sociedad, hacía su
caminata diaria por el parque cuando se le
acercó un chiquillo y le preguntó con buenos
modos: “¿Podría usted hacerme el favor,
señora, de informarme qué horas son?”.
Consultó la empingorotada dama su
reloj -un Cortébert De Luxe- y respondió:
“Falta un cuarto para las 5”. “¡A las 5 te echo
un brinco!” -le dijo entonces el arrapiezo,
en quien mis cuatro lectores habrán adivinado
ya al tremendo Pepito. Así diciendo el
grosero chamaco echó a correr al tiempo
que profería burlonas carcajadas.
La señora De Altopedo ardió en ignívomo
furor al escuchar esa ruin chocarrería.
Valida de la circunstancia de que esa mañana
estrenaba unos carísimos tenis Umbro
-gutties, los llamaba ella- echó a correr tras
el mocoso a fin de castigar su sinrazón.
Casualmente pasaba por ahí don Sinople, su
vecino, quien al verla le preguntó alarmado:
“¿Por qué corre usted así, amiga mía?”.
Contestó doña Panoplia, airada pero sin
aire ya: “Un muchacho me preguntó qué
horas eran, y cuando le respondí: ‘Falta un
cuarto para las 5’ me dijo: ‘A las 5 te echo
un brinco’”. Replicó don Sinople: “¿Y para
qué se apresura, vecinita? Todavía faltan
más de 10 minutos”.
Comentó un sujeto: “Yo era esquizofrénico,
pero me sometí a un tratamiento, y
ahora los dos estamos bien”.
El otro día me reuní en la Ciudad de
México con Rosa del Tepeyac Flores Dávila,
inteligente y bella dama, hija de don
Óscar Flores Tapia, quien tanto bien hizo
a Coahuila, mi natal estado, con su obra de
intelectual y gobernante. Fuimos Rosita y
yo por las calles del Centro Histórico de la
capital. Estaban llenas de vendedores que
ofrecían cosas relacionadas con el Día de
la Candelaria, fecha en la cual se celebran
las tradicionales “levantadas”, una de las
más populares fiestas mexicanas.
Había niños Dios de todos los tamaños
y colores, y variadísimos vestidos para
engalanarlos: atuendos de rey y príncipe,
naturalmente, pero también de médico, de
partidario del América o las Chivas, y hasta
de luchador. Se vendían igualmente sillitas
para sentarlo, coronas para coronarlo,
guarachitos para calzarlo.
La noche del 2 de febrero se cumplió
en millones de hogares mexicanos ese entrañable
rito que une a las familias y crea
compadrazgos que durarán toda la vida.
En la mayoría de las casas se sirvieron los
obligados tamalitos, vianda propia de esta
celebración y de otras muchas. Por eso fue
error craso el de una empresa fabricante
de hamburguesas que en un mensaje para
anunciar su mercancía puso esta grandísima
indejada: “Los tamales son cosa del
pasado”.
Se necesita ser muy necio para urdir
semejante despropósito. Los tamales, herencia
de siglos que nos legaron nuestros
antepasados aborígenes, seguirán siendo
gala de la cocina mexicana cuando los fabricantes
de aquel comistrajo producido en
serie no estén ya para comerlo, si es que ellos
lo comen. Quien esto escribe es hombre
benévolo, de franciscana mansedumbre.
Hay cosas, sin embargo, que lo encalabrinan.
Ésta es una de ellas. Al insensato que
promovió ese anuncio va dirigida la siguiente
pedorreta o trompetilla: ¡Ptrrrrrr!... Un
pordiosero le pidió a una chica de tacón
dorado: “¿Podría darme mil pesos para
una taza de café?”.
La muchacha respondió enojada: “Una
taza de café no cuesta mil pesos”. Explicó el
pedigüeño: “Es que luego le iba a pedir que
me acompañara a un hotelito”.
Por una serie de extrañas circunstancias
una neurona femenina fue a dar a un
cerebro masculino. Se sorprendió al verlo
vacío: no había en él ni una neurona.
La neurona femenina se sintió sola y
asustada. Para saber si en el hombre había
neuronas gritó con todas sus fuerzas: “¿Hay
alguna neurona por aquí?”. Le respondió
una voz venida de muy lejos: “¡Acá estamos,
abajo!”. (No le entendí)... FIN.

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