Por Raymundo Jiménez
Columna: Al pie de la letra
Miedo a debatir
2014-05-13 | 09:53:58
Según acaba de declarar
el presbítero José Manuel
Suazo Reyes, f lamante
vocero de la Arquidiócesis
de Xalapa recién desempacado
de El Vaticano,
la iglesia católica de Veracruz
no tiene previsto
asistir a los foros que realizará
el Congreso del estado
sobre la iniciativa de
Ley de Convivencia entre
personas del mismo sexo,
pues –reiteró– la jerarquía
eclesiástica ya expuso su
sentir con respecto a este
polémico tema.
A simple vista parecería
que el clero veracruzano
tiene miedo a debatir
porque sabe de antemano
que tendría perdido
el debate, ya que afuera
de sus templos no podrá
imponer los dogmas que
rigen la fe cristiana.
“Aquí oramos por todos,
no es necesario ir al
Congreso, aquí estamos
no solo presentando una
oración sino argumentos
sobre nuestra postura de
por qué nos oponemos a
una iniciativa de ley como
esta”, declaró el sacerdote,
quien definió que este
tipo de leyes podrían ser
“una tentación” promovida
únicamente con fines
políticos y por intereses
de partido.
Sin embargo, el miércoles
23 de abril del presente
año, la Suprema
Corte de Justicia de la
Nación (SCJN) tomó una
resolución importante en
esta materia, luego de que
39 personas acudieron a
un juez de Distrito demandándole
un amparo
contra el artículo 143 del
Código Civil de Oaxaca
que define al matrimonio
como la unión entre
un hombre y una mujer y
cuyo objeto es el de “perpetuar
la especie”.
Los peticionarios lo
consideraban discriminatorio
ya que impide
que personas del mismo
sexo puedan contraer
matrimonio entre ellas.
El juez les negó el amparo
con el argumento de
que los demandantes no
tenían “interés legítimo
para impugnar la norma”.
Entonces, interpusieron
un recurso de revisión y
la Suprema Corte atrajo
el caso.
La Primera Sala de la
SCJN otorgó el amparo
a esas personas porque,
en efecto, encontró que
dicho precepto resultaba
inconstitucional, ya que
excluía a las parejas de un
mismo sexo de la posibilidad
de ejercer un derecho.
De ahora en adelante, las
autoridades de Oaxaca no
podrán ampararse en ese
artículo para negarles la
posibilidad de formalizar
su unión a las parejas gay.
El Código Civil de
Oaxaca decía que el matrimonio
es un asunto
entre un hombre y una
mujer, lo mismo que sostiene
la iglesia católica y
que a lo largo de los siglos
siempre se entendió así.
Razones las hubo para ese
arreglo social también,
por lo que no es probable
que esa institución desaparezca,
ya que mucho
y bueno sigue ofreciendo a
quienes creen en ella.
Pero en la actualidad
eso está cambiando a
una enorme velocidad. Y
tampoco resulta casual.
No son pocos los países
que han aceptado que el
matrimonio puede ser un
contrato civil entre un
hombre y una mujer, pero
también entre personas
del mismo sexo.
Simplemente se trata
del reconocimiento de
una realidad. En todas las
latitudes existen orientaciones
sexuales distintas.
Y eso lo puede constatar
cualquiera que no esté cegado
por prejuicios o crea
que el mundo puede ser
a su imagen y semejanza.
Esas distintas disposiciones
sexuales han existido,
existen y existirán.
Y acosarlas, perseguirlas,
reprimirlas, no reconocerlas,
solo ha causado
sufrimientos inútiles y
sin límites. Se han querido
exorcizar conductas
sexuales que a lo largo
de la historia han estado
presentes, presumiendo
que en ese terreno existe
un cartabón del que nadie
puede ni debe apartarse.
Esa manera de ver las
cosas ha significado para
millones de personas vivir
en el clóset, con miedo,
sintiéndose ajenas a una
supuesta normalidad. Por
fortuna, cada vez son más
los que entienden que la
homosexualidad es una
orientación no solo que
merece respeto y consideración,
sino que no debe
privar a nadie del ejercicio
pleno de sus derechos.
Por ello, si una pareja
homosexual decide formalizar
un matrimonio
debe tener, como todos,
el derecho a hacerlo. El
reconocimiento jurídico
de ese derecho, además,
traería una serie de derivaciones
virtuosas: sería
un impulso para revertir
la discriminación de la
que han sido víctimas los
homosexuales, ayudaría
a que ésta se despliegue
a la luz del día y no entre
las sombras, como por
desgracia millones de
personas se ven obligadas
a hacerlo.
Juristas y politólogos
recuerdan que en un Estado
constitucional de derecho
los derechos deben
ser para todos y que su
ejercicio tiene por límite
los derechos de terceros.
Ello supone dos cosas:
que absolutamente todos
somos iguales ante la ley,
independientemente del
sexo, religión, color de la
piel, status económico,
etcétera; y que el límite
de nuestros derechos y
libertades se sitúa en donde
empiezan los derechos
y libertades de los otros.
En el caso del matrimonio
entre adultos de
un mismo sexo se cumple
un derecho que a nadie
agrede, que a nadie hace
mal. Y no está por demás
recordar que la nuestra
es una República laica,
por lo que en estas materias
no deben gravitar
los prejuicios de origen
religioso.
Habrá entonces distintos
tipos de matrimonios.
Ello permitirá una mejor
convivencia y logrará
que nadie se sienta discriminado,
perseguido,
maltratado por tener una
orientación sexual que
quizá no sea la mayoritaria.
Será parte de ese
basamento civilizatorio
que necesitamos para
construir una coexistencia
medianamente
armónica y cada vez menos
cargada de tensiones
innecesarias.
La iglesia católica ya
no puede cerrar los ojos
ante estas realidades de la
sociedad contemporánea,
como cínicamente lo ha
hecho para encubrir los
crímenes sexuales de sus
sacerdotes y religiosos
pederastas.

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