Por Raymundo Jiménez
Columna: Al pie de la letra
Miedo a debatir
2014-05-12 | 21:54:54
Según acaba de declarar el presbítero José Manuel Suazo Reyes, flamante vocero de la Arquidiócesis de Xalapa recién desempacado de El Vaticano, la iglesia católica de Veracruz no tiene previsto asistir a los foros que realizará el Congreso del estado sobre la iniciativa de Ley de Convivencia entre personas del mismo sexo, pues –reiteró– la jerarquía eclesiástica ya expuso su sentir con respecto a este polémico tema.
A simple vista parecería que el clero veracruzano tiene miedo a debatir porque sabe de antemano que tendría perdido el debate, ya que afuera de sus templos no podrá imponer los dogmas que rigen la fe cristiana.
“Aquí oramos por todos, no es necesario ir al Congreso, aquí estamos no solo presentando una oración sino argumentos sobre nuestra postura de por qué nos oponemos a una iniciativa de ley como esta”, declaró el sacerdote, quien definió que este tipo de leyes podrían ser “una tentación” promovida únicamente con fines políticos y por intereses de partido.
Sin embargo, el miércoles 23 de abril del presente año, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tomó una resolución importante en esta materia, luego de que 39 personas acudieron a un juez de Distrito demandándole un amparo contra el artículo 143 del Código Civil de Oaxaca que define al matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer y cuyo objeto es el de “perpetuar la especie”.
Los peticionarios lo consideraban discriminatorio ya que impide que personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio entre ellas. El juez les negó el amparo con el argumento de que los demandantes no tenían “interés legítimo para impugnar la norma”.
Entonces, interpusieron un recurso de revisión y la Suprema Corte atrajo el caso. La Primera Sala de la SCJN otorgó el amparo a esas personas porque, en efecto, encontró que dicho precepto resultaba inconstitucional, ya que excluía a las parejas de un mismo sexo de la posibilidad de ejercer un derecho.
De ahora en adelante, las autoridades de Oaxaca no podrán ampararse en ese artículo para negarles la posibilidad de formalizar su unión a las parejas gay.
El Código Civil de Oaxaca decía que el matrimonio es un asunto entre un hombre y una mujer, lo mismo que sostiene la iglesia católica y que a lo largo de los siglos siempre se entendió así.
Razones las hubo para ese arreglo social también, por lo que no es probable que esa institución desaparezca, ya que mucho y bueno sigue ofreciendo a quienes creen en ella.
Pero en la actualidad eso está cambiando a una enorme velocidad. Y tampoco resulta casual. No son pocos los países que han aceptado que el matrimonio puede ser un contrato civil entre un hombre y una mujer, pero también entre personas del mismo sexo.
Simplemente se trata del reconocimiento de una realidad. En todas las latitudes existen orientaciones sexuales distintas. Y eso lo puede constatar cualquiera que no esté cegado por prejuicios o crea que el mundo puede ser a su imagen y semejanza.
Esas distintas disposiciones sexuales han existido, existen y existirán. Y acosarlas, perseguirlas, reprimirlas, no reconocerlas, solo ha causado sufrimientos inútiles y sin límites. Se han querido exorcizar conductas sexuales que a lo largo de la historia han estado presentes, presumiendo que en ese terreno existe un cartabón del que nadie puede ni debe apartarse.
Esa manera de ver las cosas ha significado para millones de personas vivir en el clóset, con miedo, sintiéndose ajenas a una supuesta normalidad. Por fortuna, cada vez son más los que entienden que la homosexualidad es una orientación no solo que merece respeto y consideración, sino que no debe privar a nadie del ejercicio pleno de sus derechos.
Por ello, si una pareja homosexual decide formalizar un matrimonio debe tener, como todos, el derecho a hacerlo. El reconocimiento jurídico de ese derecho, además, traería una serie de derivaciones virtuosas: sería un impulso para revertir la discriminación de la que han sido víctimas los homosexuales, ayudaría a que ésta se despliegue a la luz del día y no entre las sombras, como por desgracia millones de personas se ven obligadas a hacerlo.
Juristas y politólogos recuerdan que en un Estado constitucional de derecho los derechos deben ser para todos y que su ejercicio tiene por límite los derechos de terceros.
Ello supone dos cosas: que absolutamente todos somos iguales ante la ley, independientemente del sexo, religión, color de la piel, status económico, etcétera; y que el límite de nuestros derechos y libertades se sitúa en donde empiezan los derechos y libertades de los otros.
En el caso del matrimonio entre adultos de un mismo sexo se cumple un derecho que a nadie agrede, que a nadie hace mal. Y no está por demás recordar que la nuestra es una República laica, por lo que en estas materias no deben gravitar los prejuicios de origen religioso.
Habrá entonces distintos tipos de matrimonios. Ello permitirá una mejor convivencia y logrará que nadie se sienta discriminado, perseguido, maltratado por tener una orientación sexual que quizá no sea la mayoritaria.
Será parte de ese basamento civilizatorio que necesitamos para construir una coexistencia medianamente armónica y cada vez menos cargada de tensiones innecesarias.
La iglesia católica ya no puede cerrar los ojos ante estas realidades de la sociedad contemporánea, como cínicamente lo ha hecho para encubrir los crímenes sexuales de sus sacerdotes y religiosos pederastas.

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