Por Catón
Columna: De políticas y cosas peores
2013-10-22 | 13:20:21
En esta casa ocurrió un crimen. Las
casas en donde ha habido un crimen
son sombrías. Ya puede entrar en ellas
todo el sol del mundo, ya pueden entrar
todos los niños: la casa seguirá oscura
siempre, como si navegara por un eterno
mar de noche.
La casa es grande, con aposentos espaciosos
de altos techos. Tiene un patio.
Alguna vez crecieron en él flores y hierbas
de olor, y hasta un breve naranjo
que daba azahares en la primavera y
pequeñas esferas de oro en el otoño.
Había una fuente que cantaba a
veces, cuando las mujeres de la casa
iban de maceta en maceta llevando
el chorro de la regadera. Ahora ya no
hay f lores, ni hierbas para aromar el
caldo. El único resto del naranjo es
un truncado tronco de color blanco
mortecino donde se ven gusanos más
blancos todavía.
La fuente, ya sin recuerdos de agua,
está agrietada. El otro día se posó ahí
un cuervo como el de Poe y graznó tres
veces. Hay un espejo que quedó olvidado
cuando vinieron aquellos hombres y
se llevaron los muebles de la casa.
El espejo está en el zaguán, colgado
de un clavo en la pared, junto a
la puerta. Los hombres no lo vieron,
pues quedó oculto tras unos helechos
ya marchitos. Si lo hubieran visto se lo
habrían llevado también seguramente.
Pero nadie lo vio, y así el espejo sigue
ref lejando nada. Antes sí ref lejaba.
Ref lejaba vida. La muchacha salía de
casa todas las mañanas. Lo último que
hacía, ya en el zaguán, era ver por su
cuerpo y por su alma.
Se miraba la cara en el espejo, y se
arreglaba el pelo, o se quitaba una
mota de la blusa. En la puerta estaba
una pequeña estampa de la Virgen. Se
persignaba ante ella y decía una breve
oración que comenzaba así: “Creo,
adoro, espero y amo...”.
Creía ella, de veras, y adoraba. Esperaba
y amaba. El rezo se lo decía al
Señor, pero no pensaba en Él. Pensaba
en él. La esperaba en la esquina de la
plaza y la acompañaba al trabajo. Se
saludaban con una sonrisa, y él le daba
la mano para un saludo formal, como a
cualquiera, por el qué dirán.
Pero se la apretaba levemente y la retenía
unos segundos más de lo debido.
Ella se llenaba con el calor de aquella
mano de varón, y con su fuerza. No lo
veía más durante el día. En la noche,
cuando el reloj de la catedral daba las
8, llegaba él otra vez y le silbaba quedamente.
Ella iba a la sala -sus padres
aprobaban el noviazgo-; abría la alta
hoja del ventanal y se acercaba a la reja.
Platicaban. ¿De qué?.
Pasado el tiempo ella intentó recordar
de qué hablaban, y no pudo. Recordó,
sí, que a ella se le iba el tiempo como
al jardín el agua. Sonaba el reloj las10 y
él le tomaba las manos otra vez y se las
estrechaba entre las suyas; luego volteaba
a ver si nadie lo veía y las besaba
con un ardor que a ella la estremecía
y a veces le quitaba el sueño. Ninguna
otra cosa sucedía.
Y ninguna otra cosa sucedió. Cierto
día él no regresó ya. Una tarde lo miró en
la calle. Él volvió sobre sus pasos apresuradamente,
como quien huye, y se alejó.
Tuvo miedo de preguntar a alguien por
él; a nadie le preguntó nada.
Cierta noche sus tías, que fueron de
visita, le dijeron a su mamá en voz baja
que lo habían visto con otra mujer en
misa. Pocos meses después ella supo que
se había casado. No volvió a tener novio.
Se fue agostando al lado de los suyos, de
su padre y su madre, de sus hermanos.
Todos se fueron yendo poco a poco. Un
día quedaron solas las dos, ella y la casa.
Ambas, la casa y ella, eran ancianas ya.
Después, quedó la casa sola. Ahora está
en ruinas, igual que estuvo ella durante
tantos años. Por eso dije que en esta casa
se cometió un crimen.
Nadie lo supo nunca. Ni siquiera ella lo
supo, así de resignada se quedó, así de triste.
Yo escribo esto y siento la vergüenza
que debió sentir aquel que cometió crimen
de abandono. Como éste se han cometido
muchos crímenes.
Hay por ahí muchas muertes en vida.
O muchas vidas en muerte, da lo mismo.
Y perdonen mis lectores por haberme
apartado este día de mi habitual modo
de escribir. Mañana volveré a mi estilo
usual… FIN.

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