Por Catón
Columna: De Política y Cosas Peores
Plaza de almas
2013-10-14 | 22:24:46
“¿Por qué se mueren los niños?”. El viajero escuchó esa pregunta hace más de medio siglo -es decir hace siglos-, y ni los años ni los libros le han dado la respuesta. Las preguntas de Job no se pueden contestar. Es joven el viajero.

Los fines de semana toma su maletín –en aquel tiempo no existían las mochilas tan en uso ahora- y se va a conocer México. Quizá en verdad va a conocerse a sí mismo, cosa que finalmente hace aquel que viaja.

Él va por el camino pidiendo “aventón” a los automovilistas. Es estudiante, lo cual equivale a no traer dinero en el bolsillo, y solo así puede viajar. En esos viajes aprende más que en la universidad. Si supiera escribir escribiría de aquel amable viejo que lo llevó una vez de Puebla a la ciudad de México.

Tendría 80 años, y era zapatero; hacía calzado especial para personas que tenían más corta una pierna que la otra. Cuando se detuvo para que el estudiante subiera a su automóvil –un venerable forcito- le hizo dos advertencias. La primera: “Manejo muy despacio.

Nunca paso de 80 kilómetros por hora”. La segunda: “Llego siempre a una fondita a la orilla de la carretera, y ahí me quedo un rato. Tendrá usted qué esperarme”. El viajero sabe viajar: no tiene nunca prisa, y las esperas no lo desesperan. Así, sube al cochecito. El anciano le cuenta su vida.

Una de las cosas que el viajero ha aprendido es que toda la gente está ansiosa de contarle su vida a alguien, sobre todo si es un desconocido. Por eso también –porque jamás se volverán a ver- el señor le revela al estudiante por qué llega siempre a esa fondita a la orilla de la carretera.

“La dueña es muy mi amiga –le dice-. Nos vamos a su cuarto y nos acostamos en su cama. Usted entenderá que ya no le hago nada. Yo ni siquiera me desvisto, y ella nomás de la cintura para arriba.

Tiene unas tetas fabulosas, joven. Se me sienta encima, y así me estoy una hora, como un becerrito. El paraíso, joven; el paraíso”. El viajero, que por ser joven no sabe nada de la vida, sabe ahora que en el hombre no se acaba nunca el deseo por la mujer, o la nostalgia de ella.

Y es que la mujer es la vida, o la nostalgia de ella. Ha transcurrido un mes. Ahora el viajero se dirige a Acapulco. Va en el camión de un camionero que lleva una carga de maíz. Es medianoche ya, y pasan por un lugar cercano a Tierra Colorada.

Dice el hombre: “Voy a saludar a unos compadres que tienen angelito”. El muchacho no ha oído nunca esa expresión. Por un camino pedregoso llegan a un caserío de una sola calle mal alumbrada por unos cuantos focos amarillosos. En la última choza se ve gente. El camionero invita al viajero a acompañarlo.

Entran los dos en el jacal. Al centro, sobre una mesa, está tendido el cuerpecito de un niño. Parece que duerme, con su vestido blanco y su corona de flores. No: está muerto. Si estuviese vivo estaría en su cuna, que se mira vacía en un rincón.

Sentados en el suelo, recargados en la pared, hombres silenciosos beben de una botella que va pasando de mano en mano. El camionero y el estudiante se sientan también, y los dos beben cuando les llega el turno. Las mujeres, de pie en torno del angelito, rezan y dicen cosas que el viajero no alcanza a escuchar. Quienes llegan saludan ceremoniosamente a un hombre hosco y a una mujer triste.
Los abrazan tocándoles apenas los hombros, e inclinan la cabeza ante ellos. Luego les dicen que el angelito se ve muy chulo. Tres veces ha bebido de la botella el viajero, y el aire de la habitación se ha hecho denso con la gente.

Sale a respirar el viento de la noche. Sale también la mujer triste, y se dirige a él. “Joven –le habla con timidez-. Me dice Chon –Chon es el conductor- que usted es estudiante, y que ha leído muchos libros. Perdone la pregunta. ¿Por qué mueren los niños? Yo nada más tenía éste, y se me murió. ¿Por qué sería, joven?”.

El viajero ha bebido demasiado. Escucha la pregunta como venida del final del mundo, como llegada del final del tiempo. Farfulla con torpeza algunas vaciedades: la voluntad divina; ya tiene usted un ángel en el Cielo; seguramente Dios le mandará otro hijo. “No, joven. Cuando tuve éste que se me murió quedé muy lastimada de los adentros. Me dijeron que ya no podré tener otra criatura. Y aquí los maridos largan a las mujeres que no pueden tener hijos”.

Ahora el viajero, que no sabe nada acerca de la vida, ha aprendido que tampoco sabe nada acerca de la muerte. Han pasado los años, y se pregunta si habrá alguien que sepa algo… Perdonen mis lectores que este día me haya apartado de mi usual modo de escribir. Mañana regresaré a mi estilo acostumbrado… FIN.

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