Por Catón
Columna: De política y cosas peores
'La guerra de Dios’
2013-10-16 | 09:52:04
Don Celerino se llevó una gran sorpresa cuando de pronto, en la cocina, su esposa le pidió con ansiedad: “¡Rápido! ¡Hazme el amor!”. Al terminar el trance, que se consumó ahí mismo, sobre el piso, el señor le preguntó a su esposa: “¿Por qué me pediste que te hiciera el amor aquí?”. Respondió ella: “El reloj de la estufa está descompuesto. La receta dice que debo dejar friendo el arroz durante 10 segundos, y eso es lo que tardas siempre en acabar”. (El pobre Celerino padecía komokeyá. Así se dice en japonés “eyaculación prematura”)… Llegó un turista a cierto pequeño pueblo, y en la plazuela del lugar vio una estatua dedicada al Soldado Desconocido. Le llamó la atención ver que la inscripción del monumento decía: “Aquí yace José Gubio, carpintero”. Le preguntó a uno: “¿Cómo puede tener nombre el Soldado Desconocido?”. Explicó el lugareño: “Es que como carpintero José Gubio fue bastante conocido, pero como soldado jamás hizo nada que lo diera a conocer”… Se llama “La guerra de Dios”, y mis amigos editores de Planeta me dicen que es el libro más dramático, y al mismo tiempo más lleno de relatos anecdóticos, de los que he escrito en la serie “La otra historia de México”. Es natural: el conflicto cristero fue una cruenta guerra civil en que el Estado y la Iglesia Católica se enfrentaron en una lucha radical que causó muertes incontables. Fanatismos de cielo y tierra tuvieron culpa en ese inmenso drama en que hombres que buscaban el poder, o retenerlo, enviaron al campo de batalla al pueblo pobre, víctima siempre, a fin de cuentas, de las ambiciones de los poderosos lo mismo de uno que del otro lado. En esa oscuridad brilla la luz de los inocentes que murieron por causa de su fe, mientras muchos de sus pastores se escondían o trababan inútiles arreglos con los detentadores de la fuerza. En “La Guerra de Dios” describo esa tragedia en toda su intensidad y destaco las figuras, lo mismo de los magnates de ambos bandos que de los anónimos combatientes y los mártires, así como de aquellos que creyeron –equivocadamente, por supuesto- que el asesinato era el medio mejor para dar fin al conflicto. En este libro hay páginas de sangre, pero las hay también de esperanza, en ese México que tantas veces se ha visto dividido, tanto por los hombres del poder civil como por los jerarcas de la religión. “Estremecedor”, me dijeron mis editores que es el libro, pero al mismo tiempo lleno de anécdotas, muchas de ellas jocosas y chispeantes, que contrastan con el sombrío trasfondo de los acontecimientos. Lo presentaré en la Feria Internacional del Libro, en Monterrey, el próximo domingo a las 12 horas. No se si “La guerra de Dios” sea el mejor de mis libros; sí se que es el más intenso y el más entretenido. Espero que me acompañes ese día, para decirte lo que sus páginas contienen… El tribunal estaba conociendo un caso de acoso sexual. La empleada de una oficina de gobierno había denunciado a su jefe, que le hizo una proposición indecorosa. Un público atento seguía el juicio, y esperaba con ansiedad el desenlace del asunto. El juez y los miembros del jurado escuchaban los alegatos del fiscal y la defensa. Le tocó el turno de declarar a la mujer que había presentado la denuncia. Su abogado le preguntó: “¿Podría repetir las palabras que le dijo el acusado, y que motivaron que lo denunciara usted por acoso sexual?”. Contestó ella, vacilante: “Esas palabras fueron tan soeces que no puedo repetirlas”. “Señorita –le indicó el juez-, los términos que utilizó el acusado son de importancia capital en el proceso. Si no puede usted decirlos de viva voz escríbalos en una tarjeta para que los miembros del jurado puedan conocer esas palabras”. Ella escribió lo que le había dicho el individuo: “¿Qué te parece, mamacita, si tú y yo vamos a un motel y ahí follamos como locos?”. Entregó la tarjeta a un empleado del tribunal, que a su vez la pasó al jurado. Cada uno de quienes lo formaban, leía el papel y lo pasaba luego a la persona que tenía al lado. Sucedió que la última integrante, una mujer, se había quedado dormida. El señor que debía pasarle el papel la movió para despertarla y le entregó la tarjeta. Ella la leyó, esbozó una sonrisa, con la cabeza le dijo que sí al hombre y luego guardó la tarjeta en su bolso. El juez, que debía enterarse también del contenido del mensaje, le ordenó a la señora: “Entrégueme ese papel”. “Pero, señor juez –opuso ella-. Se trata de una invitación privada”… FIN. mirador Por Armando Fuentes Aguirre Llegó el número uno y me dijo: -Soy el número uno. -Lo felicito –le dije-. Supongo que es una posición de mucha responsabilidad. -En efecto –contestó él-. Baste decir que atrás de mí vienen todos los demás números. Porque ha de saber usted que hay otros números. -Ya entiendo -respondí-. Usted es el número uno, pero no es el único. -En cierta forma lo soy –adujo él-. Estoy en todos los números. Todos son yo multiplicado. Le pregunté: -¿Y el cero? -Es la nada –dijo con desdén-. En eso llegaron el número 10, el 100 y el 1000. Yo noté que el número uno se desconcertaba. Y eso que era el número uno. ¡Hasta mañana!... manganitas Por AFA “… Les pagan sus sueldos a los ‘maestros’ de Oaxaca…”. Está fuera de lugar un pago tan indebido. Los profes han aprendido a vivir sin trabajar.

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