Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2017-06-06 | 09:17:42
Año de 1919. Amado Nervo, el alto poeta mexicano, agoniza en Montevideo. Asistía a un congreso académico en la capital uruguaya cuando de pronto se sintió muy mal. Los médicos diagnosticaron un mal de uremia irremediable. No era posible ya hacer nada en auxilio del enfermo.

Le quedaban unas cuantas horas de vida. La noticia fue conocida de inmediato por los asistentes al congreso. Había entre ellos algunos hombres de letras. Acudió a verlo José Zorrilla de San Martín, el poeta nacional del Uruguay.

Su extenso y bello poema “Tabaré” contaba ya entre las más alabadas producciones de la lírica iberoamericana. El escritor era fervoroso católico, y tenía a honor ser amigo personal de Nervo. Cuando llegó al lado del bardo mexicano éste le dijo: “Me siento triste hasta la muerte”.

Eco quizá era ese de las palabras de Jesús. Zorrilla respondió con frases que -dijo luego- le inspiró el Espíritu: “Amigo mío: tome usted el ejemplo de San Dimas, el buen ladrón. Le habló a Cristo de cruz a cruz. Así Él no pudo dejar de oírlo.

Usted está ahora crucificado en el dolor, en las angustias de la muerte. Desde su cruz llame al crucificado. Aunque invisible, se encuentra junto a usted. Háblele de cruz a cruz, y verá como Él le contesta”. “¡Qué palabras tan bellas me dice usted, doctor Zorrilla!” -agradeció con débil voz Amado Nervo.

Al recordar la escena escribe el uruguayo: “... El fondo de cristianismo existente siempre en el alma de Nervo se removió entonces...”. En efecto, el poeta nayarita fue sobre todo un místico. Ni su romanticismo, fruto natural de la época en que vivió, ni el fuerte apetito erótico que se trasluce en algunos de sus versos pudieron amenguar en él una permanente vocación por lo sobrenatural.

Zorrilla le preguntó, discreto, si no deseaba confesarse y recibir la extremaunción. Vaciló el poeta de Nayarit: “¡Hace ya tanto tiempo!”. Hizo una pausa y dijo luego, como repentinamente decidido: “Llámeme a un sacerdote, por favor”. Salió de prisa el uruguayo y buscó en la parroquia más cercana. Encontró a un padre jesuita, Carlos Benítez, de nacionalidad argentina, y le rogó que acudiera a llevar los últimos auxilios a un agonizante.

Pronto llegó el sacerdote. Ante la puerta de la habitación donde se hallaba Nervo se había congregado un grupo de intelectuales, todos ellos librepensadores. Miraron con hosquedad al sacerdote, y se oyeron murmullos de protesta por la presencia ahí de un cura. Uno de los presentes alzó la voz y le pidió al sacerdote que se retirara. “Señores -empezó a replicar el padre Benítez-, yo no pretendo perturbar...”.

En eso se escuchó, fuerte y clara, la voz de Nervo: “Que entre. Que entre el padre”. Traspuso la puerta el sacerdote y la cerró tras sí. Solos quedaron el confesor y el poeta. Hablaron largo rato, y luego el jesuita se marchó en silencio. Cuando Nervo tuvo junto a sí a su amigo Zorrilla le dijo tomándole la mano: “¡Qué paz siento en el alma! ¡Qué tranquilidad!”. Al día siguiente murió.

Sus restos fueron llevados a la Ciudad de México, y recibieron sepultura en la Rotonda de los Hombres Ilustres el 14 de noviembre de 1919. Hay en el poema “Suave Patria”, de López Velarde, unos crípticos versos.

Dice el bardo jerezano dirigiéndose a la Patria: “... Tus entrañas no niegan un asilo / para el ave que el párvulo sepulta / en una caja de carretes de hilo; / y nuestra juventud, llorando, oculta / dentro de ti el cadáver hecho poma / de aves que hablan nuestro mismo idioma...”.

Pienso que ese “cadáver hecho poma” es el de Amado Nervo, cuyo cuerpo llegó embalsamado desde Uruguay para ser sepultado en México. FIN.







MIRADOR

armando fuentes aguirre


A los 50 años de su edad John Dee se enamoró por la primera vez.

Había vivido siempre entre libros y matraces, en búsqueda constante de la piedra filosofal, esa sustancia que convierte en oro todo lo que toca. No sabía Dee del mundo, y menos aún conocía ese misterioso mundo que es la mujer.

Un día, mientras trataba de descifrar un signo de la Cábala, oyó una canción. Quien la cantaba era una muchacha campesina que lavaba su ropa en el arroyo. Ya no pudo el filósofo apartar los ojos de ella. Cuando la vio marcharse la siguió hasta su casa. Ella lo notó -una mujer a quien un hombre sigue no deja nunca de notarlo-, y luego, desde su ventana, le sonrió.

Se casaron dos meses después. Y, como dicen los cuentos, fueron felices. Tuvieron hijos, nietos y bisnietos.

John Dee no encontró nunca la piedra filosofal. Tampoco le importó. Había hallado algo que importa más que el oro: el amor. Con el amor encontró la verdad, la belleza y el bien. Todo lo que el amor toca se convierte en bien, en belleza y en verdad.

¡Hasta mañana!...



manganitas

por afa


“...Perdió Delfina Gómez en el Estado de México...”.

Corrijamos, por favor,

para mayor claridad:

no perdió ella; en verdad

perdió López Obrador.

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