Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Homenaje póstumo
2015-08-11 | 10:09:31
Después de muchos rezos y abundantes
rogativas el milagro que esperaba doña
Chola se le concedió: su marido chupó
Faros, colgó los tenis, se fue de minero.
Quiero decir que se murió.
Ella le había pedido secretamente a
San Miguel que traspasara a su esposo
con su espada; a Santa Bárbara Doncella
que fulminara sobre él una centella; a San
Cristóbal que lo ahogara entre sus membrudos
brazos; a San Jorge que le diera
una lanzada mortal, como al dragón.
No supo cuál de esos santos le hizo el
milagrito, pero finalmente se vio libre de
aquel mal hombre que la importunaba de
continuo con sus necedades tanto de día
como por la noche y la trataba peor que si
fuera su esclava o su sirvienta.
Murió por fin el individuo, dije, después
de sufrir durante largo tiempo un
mal de empacho. El difunto -”el finadito”,
decía la gente- fue velado en su casa,
pues eran esos los pasados tiempos en
que todos nacían, crecían y morían en
su casa, no como ahora, que las personas
nacen en el hospital, crecen aquí, allá y
acullá, y mueren también en el hospital,
generalmente antes de tiempo.
Los vecinos sacaron los muebles de
la sala y colocaron sillas pegadas a las
paredes, frente a la parafernalia traída
por la empresa de pompas fúnebres, poco
pomposas por los escasos elementos de
decoración: unos raídos cortinajes de
terciopelo rojo ya sin pelaje; cuatro módicos
cirios de medio uso, y un crucifijo
de sospechoso metal manchado de óxido.
Ahí quedó el difunto en el cajón, serio
serio, tendido cuan largo era, y más aún.
Comenzaron a llegar los dolientes, y bien
pronto la casa se llenó de pésame mucho,
como si fuera esa noche la última vez.
Las señoras se iban a los rezos; los
hombres a la cocina en busca del café
“con tripas”, recia añadidura de ardiente
aguardiente o de algún marrascapache
o chínguere peor.
Terminadas sus oraciones callaban
las mujeres, y se escuchaba solo el rumor
apagado de su plática. Cuando un nuevo
doliente entraba en la sala rompían todas
en lamentos congojosos, como si hubiera
muerto tendido -en verdad lo había-, y
regresaban luego a su animada parla, que
suspendían a la llegada de otro visitante
para repetir sus gemidos ensordecedores.
A la una de la mañana quienes tenían
reloj empezaron a consultarlo, y cambiaron
discretas miradas entre sí. Las
interpretó una de las señoras ahí presentes.
Fue hacia la viuda y le preguntó
con cariñosa solicitud: “Comadre: que
dicen todos que a qué horas le va a dar el
ataque, porque ya nos tenemos que ir”.
Y es que era obligación profesional
de las mujeres con difunto “atacarse”,
es decir, sufrir un desmayo, accidente
o insulto; caer en los espasmos de un
síncope, soponcio, telele o patatús. Ése
era el póstumo homenaje que rendían
al desaparecido.
Vista la hora y conveniencia de no
dilatar más el obligado rito, la viuda se
dispuso a cumplir el deber que imponía
la tradición. Se arrimó a un mullido sillón
que le serviría de conveniente acogimiento,
y luego, abriendo los brazos y
levantándolos si no al cielo sí hasta cerca
del techo, lanzó un ululato espeluznante,
puso los ojos en blanco y se desplomó en
el sillón como herida por un rayo.
Ni doña Virginia Fábregas ni la Montoya
lo habrían hecho mejor. Acudieron
todos a la viuda, cuidando de no ser
alcanzados por el golpe de uno de sus
robustos brazos, que revolvía como aspas
de molino, o por una de las tremendas
coces que lanzaba en las convulsiones
que sacudían su cuerpo en cumplimiento
fiel de la liturgia.
Mientras las señoras le frotaban alcohol
a la mujer en el cerebro, cerebelo
y bulbo raquídeo, un sujeto se ganó la
fría mirada del sector femenil por haber
propuesto: “Aflójenle la faja, el brassiére
y las ligas de las medias”.
Poco a poco la mujer fue volviendo
en sí -al parecer esa era la nota que más
le acomodaba- y quedó por fin quieta y
en sosiego, ciertamente extenuada por
el considerable esfuerzo que requería la
demostración, pero con la noble satisfacción
que da el deber cumplido. FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Al número uno le gustaba
mucho ser el número uno.
Jamás se habría avenido al ser
el número dos.
Un buen día llegó, venido quién
sabe de dónde, otro número uno.
Entonces los dos unos fueron
dos número uno.
Al principio ambos se lamentaban
y decían:
-Cuando estábamos solos, cada
uno por su lado, los dos éramos
el único número uno.
Pronto se dieron cuenta, sin
embargo, de que ahora que eran
dos eran más fuertes.
Recordaron el pasado tiempo,
cuando cada uno era uno, y
se dijeron:
-Ciertamente estábamos muy
solos. Eso de ser el único número
uno es algo en verdad muy solitario.
Entonces ninguno de los dos
quiso ser ya un número uno solo.
Y aquello fue mejor. Fueron
mejores.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“Preparan las fiestas de septiembre”.
Está fuera de lugar
la dicha celebración.
Según va la situación
no hay nada qué celebrar.

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