Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-03-31 | 09:58:47
Este irlandés vive en Irlanda. Hacer esta
declaración no es perogrullada: la mayoría
de los irlandeses viven fuera de Irlanda.
Muchos de ellos son habitantes de Nueva
York, y policías por tradición familiar, según
se ve en muchas películas de Hollywood.
Sucede que a fines del siglo diecinueve
hubo en Europa una plaga terrible que
acabó con los cultivos de la papa, alimento
principal de Irlanda. Se desató entonces
una hambruna.
Los irlandeses que no murieron de extenuación
juntaron sus escasas fuerzas y recursos
y viajaron con su pobreza a América,
es decir a Estados Unidos. Quienes habían
sido campesinos encontraron ahí su nueva
vocación: la de gendarmes.
Para eso eran grandotes y pugnaces. Algunos
también se hicieron gangsters. Para
eso eran pugnaces y grandotes. Pero este
irlandés que digo no vive en Nueva York, ni
es policía ni gangster. Vive en un pequeño
lugar al sur de Dublin, y es campesino.
Un campesino acomodado, pues aquella
plaga papal desapareció hace mucho y los
cultivos entraron en bonanza. Ahora este
hombre tiene 95 años; es rico y va a morir.
En el lecho de muerte llama a sus hijos y
nietos, y a un notario.
Les hace una extraña petición: cada uno
debe llevar una grabadora. Todos piensan
que el señor va a dictar su última voluntad,
y desea que en esos aparatos grabadores
quede el testimonio de sus disposiciones
postrimeras.
Seguramente por eso pidió también la
presencia de los tres principales notables
de la aldea: el alcalde, el maestro y el cura
párroco. También ellos deben llevar su grabadora.
La fortuna es cuantiosa, razonan los
convocados, y el campesino, desconfiado
como todos los hombres del campo en todo
el mundo, quiere dar certidumbre y fijeza a
sus palabras.
Reunidos todos en torno del lecho donde
el anciano yace, éste les pide poner a funcionar
sus grabadoras. Obedecen. En el
silencio de la habitación se escucha sólo el
ruido de las maquinillas. Algunos esperan
las palabras rituales con las que empiezan
los testamentos: “Yo, Fulano de Tal, en pleno
uso de mis facultades...”.
Otros piensan que el agonizante les dirá su
despedida, o quizá palabras de consejo. Nada
de eso sucede. El anciano, los ojos cerrados
como para recordar mejor, empieza a cantar
una canción. Es una antigua canción gaélica
que nadie entre los presentes ha escuchado.
Las palabras y la música salen con claridad
de los labios del agonizante. ¡Qué
hermosa es la canción! Habla del amor y
de la vida, dos temas que son en verdad un
mismo tema. Escuchan todos, conmovidos,
y sin darse cuenta acercan un poco más sus
grabadoras a fin de que recojan mejor aquella
pequeña joya de belleza.
Termina el canto. Ahora el anciano sonríe.
Abre los ojos y con una señal pide a los
circunstantes que apaguen sus grabadoras.
“Es una vieja canción nuestra -les dice-. Una
canción irlandesa. La aprendí de mis abuelos,
y ellos de los suyos. Nunca la he vuelto
a oír; estoy seguro de que nadie ya la sabe.
Tuve miedo de que algo tan bello desapareciera
del mundo al irme yo. No tengo
ya ese temor. Podemos pasar ahora a cosas
menos importantes, el dinero y las cosas
terrenales”...
Esta historia me la contó Alejandro Souza,
mexicano, desde ese país tan lejano del
nuestro, y tan cercano, que es Irlanda. Me la
envió en un correo que guardo aún como se
guardan las cosas buenas de la vida. Siempre
he pensado que quien escribe una canción
hermosa al morir se va derechito al Cielo,
con todo y zapatos, como antes se decía.
Llegará este hombre, o esta mujer, a las
puertas de la morada celestial, y el Señor le
preguntará: “¿Qué hiciste en la Tierra para
merecer estar aquí?”. Responderá él, o ella:
“Compuse una canción”.
El buen Dios querrá saber: “¿Cómo se
llama esa canción?”. Dirá él: “Se llama
‘Solamente una vez’”. Dirá ella: “Se llama
‘Bésame mucho’”.
Al Señor se le iluminará el rostro. Exclamará
con entusiasmo: “¿Tú hiciste esa
canción? ¡Entra en mi casa, por favor!” ¡Yo
soy tu fan!”. También se salvará quien guarde
una canción para que no se pierda. Lo sé por
esta historia, que más que historia parece
una canción... FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
He subido al Coahuilón, la alta la
montaña que está frente al Potrero de
Ábrego. Caminé por la antigua vereda
de los leñadores hasta llegar a lo alto,
donde residen los más altos pinos. Allá
no alcanzó el fuego de los últimos incendios,
y todavía esos gigantes elevan
sus ramas para acariciar con ellas las
formas femeninas de las nubes.
Desde esa cumbre las casas del rancho
se ven pequeñas, muy pequeñas. Y
se ve pequeño, muy pequeño, el jet que
pasa arriba, lejos, dejando una larga
estela blanca. Estamos solos el pino,
la montaña y yo. Los tres nos sobresaltamos
cuando un pájaro azul pone
de súbito en el aire su estridente grito.
Desciendo junto con el sol, que ya
traspone el último picacho de la sierra.
Me espera la cocina, olorosa a humo
de leña. En la fogata hierve el agua
para el sabroso té de yerbanís. Llega
la noche, más alta en el Potrero, y más
profunda. Por el Camino de Santiago
baja hasta mí la luz de las estrellas. Se
oye a lo lejos el ladrar de un perro...
Luego ya no se escucha nada. Ha callado
el viento. Ha callado el mundo...
Termina un día más de Dios.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Sube el precio de los alimentos...
Aumenta el costo de los servicios funerarios...”.
Con esto puede decirse,
en modo que se oiga claro,
que ya sale igual de caro
estar vivo que morirse.

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