Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2015-03-03 | 09:42:04
¿Cuál es tu pecado capital? Te lo pregunto
porque todos tenemos una culpa máxima
ante la cual somos mínimos. Hay quien es
irascible; otro es soberbio; aquél es avaricioso,
y este pobre infeliz sufre de envidia:
a más de pecador es tonto, pues todos los
otros pecados brindan al pecador algún
deleite, y la envidia sólo da tristeza, tristeza
del bien ajeno.
Me dirás que no he mencionado a la lujuria,
y te responderé que en mi opinión la
lujuria no es pecado: es obediencia dócil a
la ley que Dios -o la naturaleza, su representante
personal- puso en nosotros para
perpetuar la vida.
Las infinitas variaciones que algunos
introducen en ese apetito natural no son
motivo para calificar a la lujuria de pecado.
Igualmente me resisto a poner a la gula en la
lista de las culpas capitales. Hay que comer
para vivir. ¿Por qué va ser pecado comer
bien? De lo bueno poco, y de lo poco mucho.
Me olvidaba de la pereza. También es
pecado de la carne, y por lo tanto inocuo,
inofensivo. Los verdaderos pecados son los
del espíritu; aquellos que dije de ira, soberbia,
envidia y avaricia. Ésos se agravan con
el tiempo, y duran lo mismo que la vida de
quien los lleva en sí.
Los pobrecitos pecados de nuestro cuerpo,
en cambio, son tan débiles que basta el
paso del tiempo para acabar con ellos. Y
sin embargo las religiones condenan con
más dureza las culpas de la carne - sobre
todo la lujuria- que las faltas del espíritu.
No entiendo. El personaje de mi historia de
hoy es un perezoso.
Haragán mayor que él no he conocido.
Trabajaba para ganar la vida, es cierto, pero
lo hacía de mala gana, y economizando
esfuerzos. En su casa se la pasaba echado en
un sillón viendo la tele. Su mujer se daba a
los mil diablos por haberse casado con ese
grandísimo holgazán que por pura pereza
jamás la llevaba al cine, o a cenar, y que por
lo mismo casi no le dirigía la palabra.
Resultado de esa desatención fue que la
señora se buscó quien la atendiera. No tuvo
gran problema en encontrarlo: abundan los
hombres ansiosos por atender a las esposas
desatendidas.
La mujer del haragán encontró a uno y
se fue con él. Dejó su casa. El marido abandonado
pensó en principio que su deber era
sentir indignación, pero indignarse le dio
mucha flojera, y continuó la vida sentado en
su sillón viendo la tele. Su único movimiento
siguió siendo el que hacía con el pulgar para
accionar el control remoto del televisor.
A la mujer no le fue bien con el cambio. El
hombre que la atendió la desatendió también
al poco tiempo. Volvió arrepentida a pedirle
perdón a su marido, pero éste se negó a escucharla.
Pereza no quita dignidad. Insistió la
mujer en su arrepentimiento, y el holgazán
se mantuvo en su altivez. “¡Perdóname!”
-clamaba ella.
Y él, con la vista fija en la pantalla del
televisor: “No te perdono”. La señora se iba,
llorosa. Regresaba a los pocos días. Otra vez
le pedía a su marido que la perdonara, y otra
vez él le negaba su perdón. Una noche estaba
el perezoso, como de costumbre, viendo la
televisión, acostado ya en su cama.
Hacía mucho frío; el cuarto parecía refrigerador,
pero él estaba calientito entre las
colchas. El programa que veía era muy aburrido.
Buscó el control remoto para cambiar
de canal, y se dio cuenta, irritado, de que lo
había dejado sobre el televisor.
¿Cómo abandonar la tibieza gratísima del
lecho para ir por él? Salir de la cama, dar los
pasos que debía dar para ir por el aparato
y regresar luego al cómodo acogimiento de
las cobijas le pareció empresa insuperable.
Pero ¡qué aburrido estaba aquel programa!
Y ¡qué sacrificio enorme debía hacer
para traer el control remoto! En eso oyó
pasos en la escalera. Reconoció los de su
mujer. Entró la esposa y se echó de rodillas,
gemebunda, al pie del lecho. “¡Perdóname,
por favor!” -clamó una vez más, desesperada.
Con tono grave habló el marido: “Te
perdonaré con una condición”. “¿Cuál es?”
-inquirió, temerosa, la mujer. Dijo el ofendido
esposo: “Que me alcances el control
de la tele”. Se lo trajo la señora; se desvistió
luego, se metió en la cama y le preguntó a
su marido: “¿Qué estás viendo?”. Fin de la
historia. Aquí no ha pasado nada... FIN.

MIRADOR
››armando
fuentes aguirre
Tiemblo por este duraznero. Es
tan joven que cree saberlo todo. Se
anticipó a los otros árboles, echó sus
primeros brotes y abrió los pétalos
de su primera flor.
Quizá sintió el deseo de ver la luz
del cielo, de respirar el aire claro que
baja de la sierra. A lo mejor oyó el
canto de los pájaros y quiso saber de
dónde venía esa canción. El caso es
que se ofreció a la vida. Los que son
jóvenes como él jamás recuerdan
que también hay muerte.
Ahora yo temo por el arbolillo.
Los fríos marceños son malvados;
no les importa la canción, el verde de
las hojas, lo tierno de la flor... Bajan
del monte con su guadaña en ristre,
y todo lo que a su paso encuentran
queda muerto.
¿Por qué no durmió más días este
imprudente duraznero niño? ¿Por
qué despertó antes que el nogal,
que no abre los ojos -las hojas- sino
cuando tiene la certeza de que
el invierno se fue ya? Quisiera yo
abrazar a este árbol de color de rosa,
y salvarlo de todos los peligros. Pero
no puedo nada contra el frío de marzo.
Y marzo apenas va empezando.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Pescaron a la Tuta, narcotraficante,
extorsionador y asesino”...
En ese oficio maldito
que nunca terminará,
aún falta pescar a
Tato, Teto, Toto y Tito.

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