Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2014-11-04 | 09:36:05
“No hay un solo milímetro de tu cuerpo
que no haya tocado yo con mis labios o
mi lengua”. Ella meneaba la cabeza en
simulado gesto de reproche y me decía:
“¡Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!”.
Eso de Gustavitoa era porque me llamo
Gustavo Adolfo. Mi padre le recitaba a mi
mamá aquello de “Volverán las oscuras
golondrinas”, y en recuerdo de Bécquer me
pusieron ese nombre. Cosas de ellos. Lo de
“¡Quién te viera!” se debía a que siempre he
tenido aspecto de persona seria, incapaz
de locuras de erotismo, y yo con Ana Lilia
me volvía loco.
La recorría toda con mis manos y mi
boca; me la bebía entera; la comulgaba
apasionadamente. Ella se abandonaba
a mis caricias y me dejaba hacer lo que
quisiera. Ninguna audacia mía conoció
un “no” suyo.
Si fuera yo más literario te diría que
planté mis banderas de amor hasta en sus
más escondidos territorios. Eso lo saqué
de unos versos que intenté escribir para
ella, pero no me salieron bien y los rompí.
Porque has de saber que le escribía versos.
Imagínate: yo, contador público y auditor,
haciendo versos.
A lo mejor me vas a decir también: “¡Ay,
Gustavitoa! ¡Quién te viera!”. Desde la
primera noche de casados la cubrí toda
de besos. Se entregó a mí sin reticencias,
y eso que era señorita. En aquel tiempo
-¿sabes?- no se acostumbraban las anticipaciones.
Mi vida de casado fue feliz.
Por la mañana y por la tarde mi esposa
era mi esposa, pero en la noche era mi
amante. Y mi locura era su locura. Ella
también me comulgaba a mí, si me permites
esa ambigüedad retórica que me
libra de tener que expresar lo que no debo.
Ganas me daban de decirle a veces:
“¡Ay, Ana Lilia! ¡Quién te viera!”. No se lo
decía para que luego no fuera a contenerse.
Así vivimos cinco años. Cinco nada más,
figúrate. Ni siquiera los diez que Amado
Nervo disfrutó a su musa. Él tuvo mejor
suerte que yo.
Un día Ana Lilia empezó a sentirse mal.
Tenía dolores en todo el cuerpo. Se acabaron
las noches buenas y empezaron los
malos días. Vimos a un médico, y a otro, y a
otro. Con los análisis de laboratorio que le
hicieron habríamos podido llenar el baúl
grande le dio su abuela como regalo de
bodas. Nunca supimos cuál fue su enfermedad.
“Es un virus”, decían los doctores.
El caso es que se fue yendo poco a poco.
Una mañana desperté y ella estaba a mi
lado, igual que siempre, pero ya no estaba.
Se murió en el sueño. Pensé que era mi
deber llorar, pero no pude ni cuando se la
llevaron los de la funeraria.
En el velorio y el sepelio sentía que yo
no era yo y que ella no era ella. Imaginaba
que estábamos en el funeral de alguien a
quien habíamos conocido tiempo atrás.
Me parecía que de pronto Ana Lilia iba a
tocarme el brazo y a decirme: “Vámonos.
Ya cumplimos”.
Las personas me decían: “Lo siento mucho”.
Y luego se iban. Ya habían cumplido.
Cuando todo acabó volví a mi casa. La
sentí vacía, como si ni siquiera yo estuviera
ahí. Y ¿sabes qué hice aquella noche? Puse
en la cama su ropa, figurando su cuerpo
junto a mí: su blusa, su falda, sus prendas
íntimas, sus medias, sus zapatos...
Y lo mismo la siguiente noche. Y así todas
las noches, hasta ahora. Si mis amigos y compañeros
de trabajo supieran eso pensarían que
estoy loco. Me preguntan a veces: “¿Por qué no
te vuelves a casar?”.
Respondo con alguna broma de las que se
usan siempre. La verdad, aunque suene cursi,
es que después de Ana Lilia ya no puedo querer
a nadie más.
Por la noche pongo su ropa en la cama y
luego me acuesto junto a ella. Por favor no me
vayas a decir: “Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!
¡A ti, que eres contador público y auditor!”.
Pero tú me conoces desde los tiempos de la
juventud, y sabes que siempre he tenido mis
rarezas. En fin, vamos a tomarnos otra copa.
Hay que celebrar que nos hemos encontrado
después de tantos años de no vernos”...
La verdad yo no quería contar lo que ese
día me contó mi amigo. El relato tiene una
vaga semejanza con aquel viejo poema, algo
macabro, que se llama “Bodas negras”.
Sé que la muerte está presente siempre
en nuestra vida, pero prefiero pensar que la
vida está presente siempre en nuestra muerte.
Además la literatura propone, y la vida dispone.
Y la vida puede más que la literatura...
FIN.

MIRADOR
››Armando
Fuentes Aguirre
Me habría gustado conocer a Sir Ralph
Richardson, extraordinario actor inglés,
el primero en recibir el título de noble
“por sus grandes servicios a la escena”.
Tenía genio e ingenio ese señor. Solía
decir: “Ser actor consiste en saber soñar
a una voz de mando”. En cierta ocasión
se vio obligado, por su contrato laboral,
a actuar en la obra de un autor mediocre.
A la mitad de uno de sus parlamentos se
interrumpió de pronto, fue hacia el proscenio
y preguntó con voz ansiosa: “¿Hay
un médico en la sala?”. Un espectador
se puso en pie. Le preguntó Sir Ralph:
“¿Verdad, doctor, que esta obra es muy
mala?”.
Ser actor es dejar de ser tú todas las
noches para ser alguien diferente a ti.
El teatro, como toda forma de arte, es
una mentira que dice la verdad. Por eso
me habría gustado conocer a Sir Ralph
Richardson: sabía que el teatro es más
real que la vida, esa cosa tan teatral.
¡Hasta mañana!...se mundo!
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››Por Afa
“...Proponen que haya un nuevo Gabinete...”.
Yo por mi parte me atrevo
-tengo derecho, supongoa
opinar, y les propongo
mejor un México nuevo.

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