Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Eso es civilidad
2014-10-31 | 09:40:35
El cuento con que empieza hoy esta columnejilla no sólo es sicalíptico: también es de pésimo gusto. Seguramente lo habrían reprobado de consuno doña Tebaida Tridua, censora de la pública decencia, y la señora Amy Vanderbilt, moderadora del buen trato social. Las personas apegadas a la moralidad y a la etiqueta deben abstenerse de leerlo.

Doña Clitemnestra jugaba todas las tardes a las cartas con sus amigas. Un día el juego se prolongó más que de costumbre, y cuando Clitemnestra vio el reloj se asustó mucho. “¡San Alfonso Rodríguez!” -exclamó llena de sobresalto.

Tenía el piadoso hábito de invocar al santo del día, y el de la fecha era ese fraile mallorquín, espejo de obediencia. Se cuenta de él que en cierta ocasión fue a la iglesia del pueblo a escuchar a un célebre orador sagrado. El templo estaba atestado, de modo que cuando llegó el superior de la orden no halló asiento.

Alfonso se levantó para cederle el suyo. “No se mueva usted de ahí” -le dijo el prior. Esa noche los monjes se extrañaron al no ver al frailecito. Lo buscaron en su celda y no lo hallaron. Tampoco estaba en el huerto, ni en parte alguna del convento. No apareció el siguiente día, ni el que le siguió.

El superior fue al pueblo a dar cuenta de la desaparición de Alfonso. Le dijeron que estaba en la iglesia, y allá fue. “¿Dónde andaba? -le preguntó irritado-. Hace dos días lo buscamos”. Respondió él: “Usted me ordenó que no me moviera de aquí”. ¡Ah, santa obediencia!

Pero advierto que me he apartado del relato. Vuelvo a él. “Tengo que irme -les dijo doña Clitemnestra a sus amigas-. Mi marido llega a las 8 de la noche y no le he preparado la cena”. En su casa la señora se dio cuenta de que no había nada en el refrigerador, aparte de un tomate y unas hojas de lechuga. He ahí las funestas consecuencias del juego.

En eso oyó el automóvil de su esposo, que llegaba. ¡San Alfonso Rodríguez! Lo único que la mujer tenía a la mano era una bolsa de croquetas para perro. Puso una porción en el plato, con el tomate rebanado y la lechuga. Y sucedió un milagro que doña Clitemnestra atribuyó al santo del día: el hombre cenó muy a su sabor. “¡Qué rica ensalada! -comentó al terminar-. Deberías dármela todas las noches”.

Obediente -como San Alfonso-, la señora le preparaba todas las noches la tal ensalada, que el esposo comía con fruición sin saber que estaba comiendo croquetas para perro.

Cuando doña Clitemnestra les contó aquello a sus amigas todas se escandalizaron. “¡Qué locura! -le dijeron-. ¡Vas a matar a tu marido!”. “A él le gusta eso -adujo la mujer-, y yo me ahorro el trabajo de hacerle de cenar”. Pasaron varios meses, y un buen día las amigas se enteraron de que el esposo de doña Clitemnestra había pasado a mejor vida.

Se entristecieron mucho: seguramente esa tarde no habría jugada. Fueron a darle el pésame. Le dijeron: “Te advertimos que esa dieta de croquetas para perro acabaría por enviar a tu marido al otro mundo”. Replicó doña Clitemnestra: “No fueron las croquetas. Se rompió el cuello cuando se agachó para lamerse la entrepierna”...

Soy aficionado al beisbol desde que mi padre me llevaba de la mano al viejo estadio de mi ciudad a ver los épicos juegos de los Pericos de Saltillo, partidos que el ampáyer suspendía momentáneamente cuando el viento levantaba nubes de polvo que impedían ver el campo.

No me perdí, por tanto, ninguno de los juegos de la espléndida Serie Mundial que los Gigantes y los Reales nos regalaron. La noche en que San Francisco se coronó había en el parque de Kansas algunos partidarios de ese equipo.

Pese a la dolorosa derrota que sufrió el de casa ninguno de los aficionados locales hostilizó a los visitantes. Eso se llama civilidad, sana convivencia, respeto a los demás. Propongo que el Alto Comisionado del Beisbol venga a México a darnos algunas leccioncitas.

El tren donde iba Babalucas entró en un túnel. “¡Uf! -exclamó con alivio el pavitonto-. ¡Qué bueno que le atinó al agujero!”...

Decía Capronio: “Mi esposa es una santa: después de 20 años de casados todavía me cree que tengo un amigo enfermo al que debo visitar todos los viernes en la noche”...

Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, se topó en París con una amiga de su misma ciudad. Le comentó ésta: “Ya tengo tres días aquí, y todavía no he ido al Louvre”. “Yo tampoco he ido -dijo doña Panoplia-. Ha de ser el agua”. FIN.

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