“A veces dudo del amor de Dios, pero nunca he dejado de creer en el amor de su divina madre. Dudo -¡infeliz de mí!- de quien me creó. Dudo porque soy humano, y entonces ninguna duda me es ajena.
Dudo de él cuando miro el sufrimiento de los inocentes o la desgracia que cae sobre los buenos. Se alza en mi entraña entonces el clamor de Job, y me desespero con su desesperación.
Jamás, sin embargo, he dudado de María. Siempre he sentido sobre mí su manto protector. Con diferentes nombres la conozco: Rosario, Pilar, Mercedes; Carmen, Refugio, Soledad; Socorro, Lourdes, Concepción; Luz, Esperanza, Monserrat.
Muchos nombres para muchos pueblos, pues ella quiere estar cerca de todos. Aquí se llama Guadalupe. Entre todos los nombres de mujer ése es el más mexicano. Cuando decimos ‘Guadalupe, ‘Lupe’, ‘Lupita’, estamos diciendo ‘México’. Nuestra Virgen no es indígena. Tampoco es española. Mestiza es, como nosotros.
Fusión de dos culturas y dos razas, en ella y en su imagen están los misterios de la fe católica, y están también los ocultos signos de las divinidades aborígenes.
A ti te gusta mucho la poesía de Ramón López Velarde, poeta en que lucharon, como en todos los hombres, la carne y el espíritu. (‘El León y la Virgen’, decía él).
Se le ha llamado ‘poeta católico’, y extraña por eso que en su mayor poema, ‘La Suave Patria’, bella estampa del entrañable ser de México, no haya hecho mención de la Guadalupana, la más hermosa estampa y el ser más entrañable que entre los mexicanos hay.
Me atrevo a pensar, Armando, que sí aludió a ella. Escucha estos dos versos: ‘. Anacrónicamente, absurdamente, / a tu nopal inclínase el rosal.’. Creo que el nopal es lo indígena, representado por Juan Diego.
Hacia él se inclina la rosa de Castilla, la Virgen que anacrónicamente, en un diciembre frío en que no hay flores, y absurdamente -¿cómo una soberana se inclina ante un pobre indio?- se le aparece al indiecito para decirle, para decirnos a los mexicanos todos: ‘¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?’.
Desde entonces la Virgen del Tepeyac es, con la bandera nacional y el himno patrio, nuestro símbolo mayor. En México hasta los ateos son guadalupanos.
Canta la copla popular: ‘Las morenas me gustan desde que supe / que es morena la Virgen de Guadalupe’. Mira ahora este libro, tú que tantos libros miras sin que obtengas de ellos el provecho que éste te dará. Se llama ‘Nuestra Madre eterna, la luz que guía a América’, y lo escribió Carlos Eduardo Díaz, egresado de ese benemérito plantel que es la Escuela de Periodismo Carlos Septién García.
Desde luego hay en sus páginas un hondo contenido religioso, pero la obra es sobre todo un estudio científico de la imagen de la Guadalupana. El autor lee, como en un códice, su actitud, su atavío, su lenguaje; las cifras de un secreto lenguaje que nada más los antiguos mexicanos podían descifrar, y que debemos conocer los mexicanos de hoy, pues ahí está ‘de nuestra dicha la clave’, como dijo también -tan bien- el poeta jerezano.
De mí te sé decir que cuando por primera vez leí ese libro tuve un deslumbramiento. Es una obra escrita con las razones que da la fe y con fe en las verdades que la razón entrega. Lee el libro y entenderás mejor el misterio guadalupano. Léelo y te entenderás mejor.
A mí me hizo regresar a los lejanos días -para mí ya todos los días son lejanos- en que mi abuela Liberata me alzaba en sus brazos, niño pequeñito, y me enseñaba a tender la mano a la imagen de la Virgen para pedirle el pan: ‘Pan, Virgencita’. Igual de suplicante llego a ella en este su día para rogarle, yo, que no soy digno de pedirle nada, que permanezca siempre con nosotros, que siga siendo vida, dulzura y esperanza nuestra”. FIN.
mirador
armando fuentes aguirre
Soy homo viator, como decían los latinos. Un hombre que camina.
“Andamos mientras vivimos”, escribió Manrique. Todos somos caminantes de la vida. A veces hallamos a nuestro paso sitios deleitosos; otras cruzamos por breñales erizados de espinas o por páramos donde no hay otra cosa más que la soledad.
Pero seguimos caminando. No hacerlo sería lanzarnos al abismo; echarnos a morir a la orilla del sendero.
En ese largo caminar he perdido muchas cosas. Me he perdido a mí mismo. Pero por una misericordia que no entiendo, y menos aún merezco, no he perdido nunca la fe en la Virgen, ni el amor por ella. Vive esa devoción en mí a pesar de la soberbia y el cinismo, de la duda y de la transgresión.
Este día soy más peregrino que los otros días. Voy al santuario de Nuestra Señora a decirle cosas de enamorado: puerta del cielo, casa de oro, estrella de la mañana... Voy a ella con la misma súplica del niño huérfano que le tira de la falda a una hermosa dama y le pide que sea su mamá. Me oirá ella, lo sé, y me dará su amparo.
¡Hasta mañana!...
manganitas
por afa
“...Candidatos...”.
Los hay de todos colores.
Contarlos es por demás.
Ya estoy pensando que hay más
candidatos que electores.