Por Catón
Columna: De política y cosas peores
Plaza de almas
2014-09-23 | 10:21:47
Una mañana se dio cuenta de que había
dejado de creer en Dios. Recordaba la hora
en que lo supo: las 9.40. Acababa de decir
la misa de 8 y vio el reloj de la sacristía;
por eso pudo registrar el momento exacto
en que hizo ese descubrimiento. No sintió
ningún sobresalto, cosa rara.
Se preguntó solamente, más con curiosidad
que con inquietud, si habría otros
sacerdotes como él, que tampoco creían
en Dios. Creer en Dios, pensó mientras se
despojaba de los ornamentos, era algo al
mismo tiempo fácil y difícil. Fácil, si crees
en él porque otros creyeron y te trasmitieron
la creencia.
Dios, se dijo, pasa de padres a hijos,
como el reloj del abuelo o las recetas de
cocina de la abuela. En cambio si te pones
a pensar, y ves las cosas que ves, y oyes lo
que oyes, creer en él se vuelve más difícil.
Se dirigió a la casa parroquial; bebió el
acostumbrado café y echó una ojeada al
periódico local.
Después subió a su cuarto y se tendió
en la cama. En el buró, a su lado, estaba la
fotografía de su mamá. Por ella entró en el
seminario. Alguien le dijo a la buena señora
que si daba un hijo a la Iglesia se ganaría el
Cielo. Tenía 11 años cuando salió de su casa
para ir a aquel lugar que visto desde fuera
parecía prisión y que visto desde dentro
era prisión.
El primer día que estuvo ahí hizo a un
lado la porción de aguacate que le sirvieron
con la sopa de arroz en la comida. El padre
rector notó eso y le preguntó por qué no
se comía el aguacate. “No me gusta” -respondió
él con la naturalidad con que decía
eso en su casa. A una señal del sacerdote
uno de los sirvientes que atendía la mesa
le retiró el plato y le trajo otro donde había
solamente aguacate.
Lo mismo le sirvieron en la cena, y en el
desayuno y la comida y la cena del siguiente
día, y del siguiente, hasta que empezó a
vomitar a fuerza de comer sólo aguacate.
El padre rector le dijo que ojalá hubiera
aprendido su lección, y le advirtió que en
adelante debía ser humilde y obediente.
Lo fue todos los años que duraron sus
estudios.
Quizá nunca aprendió a ser verdaderamente
humilde, pero aprendió a simular
la humildad, y en tales casos es lo mismo.
La obediencia no le costó trabajo. El que
obedece no se equivoca, le dijeron, y las
enseñanzas que ahí recibía llevaban todas
al abandono de la propia voluntad.
Se ordenó finalmente. No podía recordar
sin emocionarse el día de su ordenación.
Su madre, llorando, le besó las manos
-esas manos que ahora podían tocar a
Dios-, y luego se arrodilló ante él y le pidió
su bendición.
Otra cosa recordaba. Entre los asistentes
a su cantamisa estaba aquella muchacha,
hija de una amiga de su madre. Creyó
advertir en ella una mirada de piedad que
no entendió. ¿Por qué lo veía así, como con
compasión, si ahora él era un representante
de Cristo en la tierra?
Se entregó a su ministerio con devoción
de apóstol. Un temor reverente lo poseía
cuando consagraba la hostia y convertía
aquel disco hecho de harina y agua en la
carne y la sangre de Jesús. Cumplía fervorosamente
-por no decir “apasionadamente”-
sus deberes sacerdotales. Quería
salvar todas las almas.
Luego, con el tiempo, vino esa enemiga
solapada: la rutina. Ni siquiera se percató
de su llegada, de modo que no luchó contra
ella como luchó contra las tentaciones de la
carne. Y entonces, anciano casi ya, sucedió
lo de aquella mañana: se dio cuenta de que
ya no creía en Dios.
Siguió hablando de él, claro, en los sermones
de la misa, pero lo hacía automáticamente
mientras pensaba en otra cosa.
En la misma forma oficiaba los rituales
que debía oficiar. Sólo sentía una extraña
inquietud cuando casaba a una pareja o
bautizaba a un niño.
Llevaba a cabo sus tareas cotidianas con
la misma actitud con que un albañil pone
ladrillos para levantar una pared. Sólo
que él ni siquiera veía los ladrillos que iba
poniendo. Un día enfermó. ¿Por qué vomitaba
tanto, pensó con sonrisa de tristeza,
si ni siquiera había comido aguacate? Lo
llevaron al hospital.
El obispo no fue a visitarlo -estaba muy
ocupado, y envió a un auxiliar-, pero eso no
le preocupó demasiado. En la duermevela
de la fiebre veía a aquella muchacha que
lo miró con compasión. Murió a la hora en
que cada mañana acababa de decir la misa
de 8. Su último pensamiento, antes de no
pensar ya nada, fue éste: “Perdóname, Señor,
por haber dejado de creer en ti”... FIN.

MIRADOR
››armando fuentes aguirre
Me habría gustado conocer a Zoltán
Kodály, músico de Hungría.
Recogió con entrañable amor la
música del pueblo, y en ella encontró
la inspiración para su obra.
Su primer matrimonio duró 48
años. Fue feliz con su esposa. Le dedicó
canciones y poemas. Murió ella.
Un año después Kodály casó con una
joven discípula suya. La muchacha, de
19 años, se llamaba Sarolta. Él tenía ya
77. Cuando se le declaró le preguntó
con una sonrisa:
-¿Quieres ser mi viuda?
Vivieron juntos siete años igualmente
felices, hasta la muerte de él,
a los 84. Momentos antes de morir el
artista le tomó la mano a su joven desposada
y le dijo mirándola a los ojos:
-Gracias.
Me habría gustado conocer a Zoltán
Kodály. De él aprendí que al final
de su vida todo hombre debe tener
alguien a quien decirle: “Gracias”.
¡Hasta mañana!...
MANGANITAS
››por afa
“...Tendrán Constitución los habitantes
del DF...”.
Con júbilo singular
reciben tal concesión:
al tener Constitución
tienen ya algo qué violar.

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