El marido sorprendió a su esposa en situación comprometida. Le dijo ella: “No has hecho arreglar la tele. ¿Con qué quieres que me entretenga?”. La madre superiora salió de su celda esa mañana: “¡Reverenda madre! -le dijo muy apurada Sor Bette-. ¡Haga rápidamente un intercambio con el padre capellán!”. “Intercambio ¿de qué?” -se sorprendió la monja. “¡De ropa! -contestó Sor Bette-. ¡Usted trae su sotana; seguramente él salió con su hábito!”...
¿Quiénes son los dueños de México? ¿Los mexicanos? ¡No! ¿Los presidentes de la República? ¡No! ¿Los ricos empresarios y magnates del dinero? ¡No! ¿Los Estados Unidos? ¡No! ¿Quiénes, entonces, son los dueños de México? Son los partidos políticos. No solamente los tres mayores -PAN, PRI y PRD-, sino también los partiditos, partidillos y partidejos que con ellos pactan alianzas y coaliciones para seguir viviendo a costa de los ciudadanos. Organismos ricos en un país de pobres, esos partidos, todos, son negocios tan boyantes que ni siquiera la reforma fiscal les hizo mella. Todo se lo reparten como tajadas de pastel. El IFAI y el INE son el botín en turno, pero incluso los premios que otorga la República se los atribuyen por turno, lo mismo que otros honores y distinciones que deberían estar por encima de toda injerencia de política. Durante 70 años estuvimos bajo la dominación de un solo partido. Ahora padecemos la de todos. Y lo que te rondaré, Morena...
El gallo del corral perdió una buena parte de sus plumas a consecuencia de un mal encuentro que tuvo con un tlacuache, ese gran enemigo de los gallineros. Raro animal es éste, que tiene la habilidad de hacerse el muerto cuando lo persiguen. Dice el Padre Sahagún, historiador, que los antiguos mexicanos lo apreciaban mucho -al tlacuache, no al Padre Sahagún- por las virtudes curativas que a la cola de ese marsupial atribuían. Molida y bebida con agua ayudaba a las mujeres en un parto difícil, por la virtud que tiene para empeller -o sea empujar-, y tomada en la misma forma provocaba a los hombres a lujuria. Todo esto lo ignoraba el gallo, que con denuedo se enfrentó al tlacuache cuando el feo bicho quiso apoderarse de una de las gallinas de su harén. Quedó muy desplumado, dije, a consecuencia de la refriega, motivo por el cual, y porque el invierno se acercaba ya, la esposa del granjero le confeccionó una camisa de cuadritos y unos pantalones con tirantes a fin de protegerlo de la temperatura ambiente. Era de ver la risa de las gallinas cuando el gallo se le trepaba a una de ellas y con una pata intentaba retenerla mientras con la otra hacía esfuerzos desesperados para bajarse el pantalón. El que más se reía, aunque por lo bajo y escondido tras los yuyos, era el vil tlacuache. Estoy mintiendo: quien mayormente se divertía con los apuros del pobre gallo era el perico de la casa. Trepado en la barda del corral se carcajeaba al ver sus penalidades y fatigas, y le gritaba, chocarrero: “¡Gallo capón, que le echa la culpa al pantalón!”. Harto ya de aquel bullying infamante el gallo fue con el sapiente búho y le pidió un consejo. Le dijo el búho: “Hazle al pantalón una bragueta”. Siguió el gallo la recomendación, y no hubo ya problema. Con solo bajarse el zipper volvía a ser el sultán de las gallinas, esas aves “cuyo lascivo esposo vigilante, doméstico es del sol, nuncio canoro que, de coral barbado, no de oro ciñe, sino de púrpura turbante”. Esta descripción del gallo pertenece a Góngora, por eso es tan gongorina. Vino a suceder que una ráfaga de viento hizo que el pícaro loro cayera en el corral en medio de las gallinas. El lascivo esposo vigilante, etcétera, recordó las puyas de que lo había hecho víctima el perico en los días de su desgracia, y sin más fue hacia él y le hizo lo mismo que a las gallinas les hacía. Mohíno y atufado quedó el loro, y más cuando al poco rato el gallo asegundó. Bien dice el dicho charro: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”. Una tercera vez, y otras, se vengó el gallo del perico en esa misma forma, y varias veces más en el curso de la noche. Tantas, que cuando a la mañana siguiente el gallo llegó al gallinero donde había dormido el loro, y llamó a la puerta, el perico le preguntó con delicada y amorosa voz. “¿Eres tú, Quiquí?”. FIN.